martes, 7 de febrero de 2017

DEBERES CON NUESTROS SEMEJANTES

I. — No podríamos llenar cumplidamente el supremo deber de amar a Dios, sin amar también a los demás hombres, que son como nosotros criaturas suyas, descendientes de unos mismos padres y redimidos todos en una misma cruz; y este amor sublime, que forma el divino sentimiento de la candad cristiana, es el fundamento de todos los deberes que tenemos para con nuestros semejantes, así como es la base de las más eminentes virtudes sociales.
II. — Fácil es comprender todo lo que los demás hombres tienen derecho a esperar de nosotros, al sólo considerar cuan necesarios nos son ellos a cada paso para poder sobrellevar las miserias dé la vida, contrarrestar los embates de la desgracia, ilustrar nuestro entendimiento y alcanzar, en fin, la felicidad, que es sentimiento innato del corazón humano. 
III. — Pero el hombre generoso, el hombre que obedece a las sagradas inspiraciones de la religión y de la doctrina evangélica, siente en su corazón más nobles y elevados estímulos para amar a sus semejantes, para extenderles una mano amiga en sus conflictos, y aun para hacer sacrificaos a su bienestar y a la mejora de su condición social. De aquí las grandes virtudes cívicas, de aquí el heroísmo, de aquí el martirio de esos santos varones, que en su misión apostólica han despreciado la vida, por sacar a los hombres de las tinieblas de la ignorancia y de la idolatría.

IV. — La ignorancia corrompe con su hálito impuro los dulces lazos de la amistad y la fraternidad, y la beneficencia, que lleva el consuelo y la esperanza al seno mismo de la desgracia; he aquí los dos grandes deberes que tenemos para con nuestros semejantes, de los cuales emanan todas las demás prescripciones de la religión y la moral que tienen por objeto asegurar el orden, la paz y la concordia que deben reinar entre los hombres.
V. — Digno es de contemplarse cómo la soberana bondad de Dios ha querido manifestar en todas sus obras, ha encaminado estos deberes a nuestro propio bien. Debemos amar a nuestros semejantes, respetarlos honrarlos, tolerar y ocultar sus miserias y debilidades: debemos ayudarlos a ilustrar su entendimiento y a formar su corazón para la virtud: debemos socorrerlos en sus necesidades, perdonar sus ofensas y, en suma, proceder para con ellos de la misma manera que deseamos que ellos procedan para con nosotros. Pero, ¿puede haber, acaso, sensaciones más gratas que las que experimentamos en ejercicio de estos deberes? Les actos de benevolencia derraman siempre en el alma un copioso raudal de tranquilidad y de dulzura, y nos preparan al mismo tiempo los innumerables goces con que nos brinda la benevolencia de los demás.
VI. — Por el contrario, el hombre malévolo, el irrespetuoso, el que publica las ajenas flaquezas, el que cede fácilmente a los arranques de la ira, no sólo está privado de tan gratas emociones y expuesto a cada paso a los furores de la venganza, sino que vive devorado por los remordimientos, arrastra una existencia miserable, y lleva siempre en su interior todas las inquietudes y zozobras de una conciencia impura.
VII. — ¿Y cómo podríamos expresar dignamente las sublimes sensaciones de la beneficencia t Cuando tenemos la dicha de hacer bien a nuestros semejantes, cuando respetamos los fueros de la desgracia, cuando enjugamos las lágrimas del desvalido, cuando satisfacemos el hambre o templamos la sed o cubrimos la desnudez del infeliz que llega a nuestras puertas, cuando llevamos el consuelo al oscuro lecho del mendigo, cuando arrancamos una víctima del infortunio, nuestro corazón experimenta siempre un placer tan grande, tan intenso, tan indefinible, que no alcanzarían a explicarlos las más vehementes expresiones del sentimiento. 
VIII. — Lo mismo ha de decirse del deber, soberanamente moral y cristiano, de perdonar a nuestros enemigos y de retribuirles sus ofensas con actos sinceros en que resplandezca aquel espíritu de amor magnánimo, de que tan alto ejemplo nos dejó el Salvador del mundo. El estado del alma, después que ha triunfado de los ímpetus del rencor y del odio, y queda entregada a la dulce calma que restablece en ella el imperio de la caridad evangélica, nos representa al cielo despejado y sereno que se ofrece a nuestra vista alegrando a lo s mortales y a la naturaleza entera, después de los horrores de la tempestad. El hombre vengativo lleva en sí mismo todos los gérmenes de la desesperación y de la desgracia: en el corazón del hombre clemente y generoso reina la paz y el contento, y nacen y fructifican todos los grandes sentimientos. 
IX. — "La primera palestra de la virtud es el hogar paterno", ha dicho un célebre moralista; y esto nos indica cuan solícitos debemos ser por el bien y la honra de nuestras familias. El que en el seno de la vida doméstica ama y protege a sus hermanos y demás parientes y ve en ellos las personas que después de sus padres son más dignas de sus respetos y atenciones, no puede menos que encontrar allanado y fácil el camino de las virtudes sociales. ¡Y cuan desgraciada debe ser la suerte de aquel que desconozca la especialidad de estos deberes! Porque los extraños, no pudiendo esperar nada del que ninguna preferencia concede a los suyos, le mirarán como indigno de su estimación y llevará una vida errante y solitaria en medio de los mismos hombres.
X. — Y si tan sublimes son estos deberes cuando los ejercemos sin menoscabo de nuestra hacienda, de nuestra tranquilidad y sin comprometer nuestra existencia, ¿a cuánta altura no se elevará el corazón del hombre que por el bien de sus semejantes arriesga su fortuna, sus comodidades y su vida misma? Estos son los grandes hechos de aquellos a quienes la historia de todas las naciones ha consagrado en todos tiempos el título glorioso e imperecedero de bienhechores de la humanidad, y es en su abnegación y en su ardiente amor a los hombres, donde se refleja aquel amor incomparable que condujo al Divino Redentor a morir en los horrores del más bárbaro suplicio. 
XI. — Busquemos, pues, en la caridad cristiana la fuente de todas las virtudes sociales: pensemos siempre que no es posible amar a Dios sin amar también al hombre, que es su criatura predilecta, y que la perfección de este amor está en la beneficencia y en el perdón a nuestros enemigos; y veamos en la práctica de estos deberes, no sólo el cumplimiento de un mandato divino sino el más poderoso medio de conservar el orden de las sociedades, y de alcanzar la tranquilidad y la dicha que nos es dado gozar en este mundo.

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